Había comprado un cubrecama de algodón de colores, una hamaca que colgó fuera entre los postes del toldo, una olla de peltre azul para que pudiéramos cocinar en la fogata de ladrillo y dos cuencos de peltre azul a juego.
Puerto Escondido era un pueblo pesquero y un lugar para hacer surf, pero no hice ni lo uno ni lo otro. Las olas eran tan inquietantes que ni siquiera me metí en el mar. Todo me inquietaba. En la playa, unos jóvenes vendían iguanas asadas para comer. En el terreno contiguo a nuestra cabaña, dos caballos pastaban, a menudo con enormes erecciones, mientras yo estaba tumbada en la hamaca fumando cigarrillos mexicanos, intentando no mirar.
Antes de que yo llegara, nos habíamos escrito cartas: la mía intentaba ser literaria, provocativa y romántica, enviada a la lista de correo general de las ciudades por las que él pasaría; la suya era un diario de viaje con los platillos que había comido, los mercados que había visitado, la gente que había conocido, bocetos de pájaros y una caja de madera que estaba tallando. Escudriñaba sus palabras apresuradamente, esperando algo que me hiciera palpitar el corazón, y siempre me decepcionaba. En una de sus llamadas concertadas desde un teléfono público, me dijo: “Me gustan mucho tus cartas, pero yo no puedo hablar así”.
Yo tampoco hablaba así; solo intentaba sonsacarle algo, alguna señal de que lo tenía cautivado. Yo era inteligente, segura, y se me podía ocurrir un chiste en el momento, e incluso podía considerarme atractiva a la manera de Virginia Woolf, pero no me sentía deslumbrante. Necesitaba que él estuviera deslumbrado.
Porque él… caramba, todo el mundo parecía desearlo. Desde el momento en que puso un pie en el campus, parecía que todo el mundo sabía quién era. Estudiaba arte, tenía talento suficiente para conseguir un estudio de escultura como alumno de segundo año. Se le veía paseando en bicicleta por la ciudad, sentado en posición erguida, con las manos sobre los muslos o colgando con gracia a los lados. Nadie tenía tan buen aspecto en bicicleta. Y cómo le caía el pelo sobre su hermoso rostro.