“No llores”, me dijo. “Eres estadounidense”.
Oía eso a menudo, lo privilegiada que era por ser estadounidense. Mis compañeros de clase ni siquiera sabían que tenían tarjeta de seguridad social, pero mi madre había enmarcado la mía como si fuera una reliquia familiar. Su fe religiosa y su determinación de triunfar en Estados Unidos no dejaban lugar para el lesbianismo, la identidad de género, la sexualidad o cualquier “ismo” que pudiera frenar su plan para mí.
Una vez imaginé cómo sería la conversación.
Yo: “Hola mamá, soy gay. Como Ellen. Ya sabes, la de la tele. Ese tipo de gay”.
Ella: “Ellen puede ser gay. Tú no puedes”.
Mi madre me quería mucho, pero como mujer negra indocumentada que ya enfrentaba demasiados obstáculos, no quería que su hija marcara otra casilla de marginación. Así que me quedé en el clóset, invitando a entrar a algunas personas a lo largo de los años, pero sin salir nunca. Y cuando sentía lástima de mí y quería llorar, ella se apresuraba a recordarme todo lo bueno que tenía.
Mi madre trabajó duro, contribuyó a la tierra de la libertad y tenía un plan para mi futuro, como tantos niños estadounidenses de padres inmigrantes. Los bebés ancla (uno de mis términos peyorativos favoritos que me he reapropiado) debemos solicitar plaza en las universidades de la Ivy League y elegir una carrera de una lista previamente aprobada: médico, abogado, ingeniero, profesor, ¡incluso agente de inmigración! Cualquier cosa menos escritora queer.
Nunca tuve la oportunidad de decírselo porque nunca formó parte de nuestro plan. Pero cuando tuvo que confesar su condición de indocumentada a los agentes de inmigración, ese plan se vino abajo. Por primera vez en nuestras vidas estadounidenses, experimentamos el privilegio de un interludio. Normalmente, cualquier tragedia nos obligaba a movernos más deprisa, a apresurarnos más. Un respiro es algo que no podíamos permitirnos. Pero su deportación nos detuvo.