Soy musulmán. Mi posible suegro, Bob, es cristiano evangélico. Yo quería pasar el resto de mi vida con su hija, Jillian, pero Bob tenía serias dudas sobre eso.
“¿Y si ejerce su hombría musulmana contra ti?”, le preguntó a Jillian.
Cuando Jillian me contó el comentario de su padre, pensé: “Casi ni tengo hombría. ¿Cómo voy a tener una hombría musulmana?”.
En 2013, llevaba poco más de un año saliendo con Jillian. Ella hizo que yo pudiera soportar la facultad de Medicina en la Universidad de Wisconsin, donde durante el tercer año nos asignaron al mismo hospital para nuestra rotación de psiquiatría. Cuando terminamos allí, Jillian organizó una fiesta cuya temática fue el cubo de Rubik: me cambié de ropa con otros compañeros y acabé vestido completamente de amarillo, incluyendo unas mallas amarillas nada favorecedoras.
No me le había insinuado durante la fiesta, así que me quedé un rato más cuando todos se fueron, y me ofrecí a ayudar a limpiar. Antes de que me diera cuenta, las compañeras de piso de Jillian estaban dormidas y yo estaba sentado en el sofá a solas con ella, hablando sobre lo que ella debía decir en el funeral de su abuelo al día siguiente. Creo que le di un buen consejo; al final de la noche, nos besamos.
Durante los meses siguientes, tuvimos una serie de citas por todo el estado de Wisconsin mientras realizábamos nuestras diferentes rotaciones clínicas. Cuando terminaba los días en el servicio de cirugía general en Madison, me encontraba con Jillian fuera de la biblioteca de la facultad de Medicina y hablábamos de nuestros pacientes. Los días eran largos, me despertaba a las 3 a. m., pero siempre me hacía ilusión verla. Fue en esos momentos cuando pensé que podría hacer esto el resto de mi vida.
Al comienzo de nuestro cuarto año en la facultad de medicina, llegó el momento de tomar una decisión. Para seguir juntos, teníamos que solicitar una “compatibilidad de parejas” para asegurarnos de que nos tocaría en la misma ciudad para la residencia. Yo no iba a continuar nuestra relación si estábamos en estados diferentes. Para mí, eso era casi imposible, sobre todo teniendo en cuenta lo ajetreada que es la formación médica. Cuando Jillian me planteó la idea de aplicar en pareja, dudé.
No soy musulmán devoto, no tengo la disciplina de rezar cinco veces al día. Ni siquiera estoy seguro de poder tomar medicamentos solo dos veces al día si mi vida estuviera en riesgo. Pero creo en Dios y hago ayuno durante el Ramadán.
Jillian es agnóstica pero fue criada por un padre evangélico que se refiere al islam como “una religión de la espada”. Mi padre es un musulmán conservador. Pude ver claramente la colisión de trenes desde el momento en que ella planteó la idea de postular juntos para los programas de residencia médica. Antes de pensar siquiera en involucrar a nuestras familias, necesitaba pensar únicamente en mi relación con Jillian y en si éramos compatibles a largo plazo.
En teoría, éramos muy diferentes. Ella era de una pequeña ciudad de Wisconsin. Yo había nacido en Bangladés. Me crié en Estados Unidos con otros musulmanes, y creía que estaba destinado a casarme con una musulmana. Me contaron historias de matrimonios que fracasaron porque un musulmán se casó con alguien ajeno a su fe.
Mis tres hermanos mayores se habían casado dentro de la fe. Y les preocupaba que Jillian y yo fuéramos demasiado diferentes. En lugar de darme el voto de confianza que tanto buscaba, me recomendaron cautela.
Consulté a mis amigos del sur de Asia, amigos de la universidad y de la infancia, que también me advirtieron sobre el riesgo de casarme fuera de mi fe y mi cultura. A veces, cuando Jillian se quedaba dormida en mi cama, lloraba mirándola, pensando en un mundo sin ella.
Pero cuando veía nuestra relación fuera de las limitaciones de la religión, me sentía a gusto. Nos reíamos mucho y entendíamos los chistes del otro. Jillian y yo teníamos el mismo nivel económico, cosa que apreciaba porque había leído artículos que decían que el divorcio en Estados Unidos suele deberse a problemas de dinero.
Como ni ella ni yo habíamos tenido mucho dinero al crecer, los dos estábamos muy endeudados por pagar los estudios y teníamos el mismo compromiso de vivir dentro de nuestras posibilidades. No quería tirar por la borda lo que Jillian y yo teníamos simplemente porque nuestras creencias religiosas diferían.
Tampoco quería ser religiosamente rígido. Jillian y yo dimos muchos paseos por la ciudad de Madison, hablando de cómo criaríamos a nuestros hijos y de cómo ella apoyaría mi fe musulmana, pero no iba a convertirse.
Yo quería que lo hiciera porque me facilitaría la vida y haría felices a mis padres, los mismos padres que desarraigaron a su familia de seis para empezar de nuevo en Estados Unidos para que mis hermanos y yo pudiéramos tener una vida mejor. Mi padre, que tenía una maestría en administración de empresas en Bangladés y era un exitoso hombre de negocios, hizo trabajos de conserjería al llegar a Estados Unidos.
Pero sabía que no podía pedirle a Jillian que se convirtiera al islam por mí. Decidí dejar de pensar que tenía que casarme con alguien de mi misma fe. Ella y yo teníamos valores similares: eso era lo que iba a hacer que funcionara nuestra relación.
Me comprometí a hacer las solicitudes como pareja con Jillian. Sin embargo, convencer a nuestros padres de que nuestra relación funcionaría iba a requerir mucho trabajo.
Jillian conoció a mis padres por primera vez cuando fuimos a su casa en Oshkosh, y yo me alegré de que mis padres no me echaran por llevar a casa a alguien que no creía en la shahada, o la fe. Eso me entusiasmó, pero cuando nos fuimos, Jillian parecía angustiada.
Durante la cena, mi madre había dicho: “¿Dos médicos? ¿Cómo van a tener hijos?”. Y cuando terminamos, mi padre le dijo a Jillian: “Podrás casarte con mi hijo cuando te hagas musulmana”.
En el viaje de vuelta a Madison, Jillian me dijo: “No puedo hacerme musulmana solo para casarme contigo”.
“Está bien, no tendrás que hacerlo”, le dije.
“¿Pero cómo?”.
Era la primera vez que mis padres la veían, pero sabía que, si la conocían, no podrían oponerse razonablemente a que nos casáramos. Verían en ella lo mismo que yo: una persona amable, cariñosa y con talento.
Ya no pretendía que Jillian se convirtiera al islam; solo quería que lo entendiera. Así me entendería a mí y a mi familia. Necesitaba que entendiera que yo había crecido comiendo solo carne preparada según la tradición islámica, es decir, nada de Big Mac. Para tener carne halal, mis padres sacrificaban pollos en nuestro garaje.
Al final, al pasar tiempo con mis padres y cocinar con mi madre en su cocina, Jillian se ganó su aprobación.
El padre de Jillian era otra historia. Cuando ella le contó su intención de casarse conmigo, él le dijo: “Estás cometiendo un gran error”.
Bob no participó en ninguno de los primeros encuentros con nuestra familia. Mis padres y la madre de Jillian, Mary (ella y Bob estaban divorciados), se llevaban bien porque Mary se interesaba de verdad por otras personas y le gustaba hablar con mis padres.
Bob quiso reunirse conmigo cuando Jillian y yo dejamos claras nuestras intenciones de casarnos. Quedamos de vernos en un pequeño restaurante mexicano de Green Bay. Pedimos burritos y me habló de sus preocupaciones.
Bob temía que su hija se casara con alguien que la obligara a hacer cosas que ella no quería. Imaginé que temía que la obligara a llevar burka o adherirse a la ley islámica, algo que era habitual en las noticias en aquel momento. Me di cuenta de que era su forma de cuidar a su hija.
Intenté responder a las preocupaciones de Bob, dejando mi ego a un lado, pero es difícil e incómodo tratar de refutar las percepciones negativas que alguien tiene de ti. Le aseguré a Bob que en la casa donde crecí, mi madre era el pegamento que mantenía unida a nuestra familia. Jillian sería igual.
A pesar de mis garantías, Bob no estaba convencido, y me di cuenta de que no iba a ser capaz de convencerlo. Y eso estaba bien.
Después de que Jillian y yo postulamos como pareja y nos asignaron juntos las residencias de medicina en las Ciudades Gemelas, en la zona de Mineápolis, nos casamos en una pequeña ceremonia en la sala de la casa de mis padres a la que asistieron 10 personas, entre ellas la madre y la abuela de Jillian. Bob no asistió.
Nueve años después, Jillian y yo tenemos dos hijos que tienen el regalo de haber sido criados por padres de dos países diferentes, dos tradiciones diferentes y dos religiones diferentes. En cuanto a Bob, nos visita de vez en cuando, adora a sus nietos y me llama “un buen tipo”. Mi esperanza para mis hijos es que aprendan de nuestro ejemplo y se conviertan en seres humanos compasivos que aceptan a los demás. A eso lo llamo ejercer mi hombría musulmana.
Istiaq Mian, especialista en medicina hospitalaria en Madison, Wisconsin, está escribiendo un libro de memorias acerca de sus estudios de medicina.